Caridad Arosemena
Siempre me he preguntado, ¿tenemos que legislar para exigir justicia y equidad y basta con establecer leyes para lograr una sociedad y un entorno laboral verdaderamente equitativo e inclusivo?. La conversación sobre diversidad, equidad e inclusión (DEI) ha tomado fuerza en latinoamérica en los últimos años. Europa y Estados Unidos, todavía enfrentan desafíos, pero han logrado institucionalizar ciertas prácticas con mayor fuerza. Cualquiera sea el país, Recursos Humanos continuamente debe revisar la nueva legislación vigente para alinear el cumplimiento de la empresa con la normativa y políticas del entorno donde opera.
La existencia de la diversidad es un hecho en nuestras sociedades: convivimos con personas de diferentes géneros, orígenes, culturas, capacidades, orientaciones y perspectivas. El cambio real no se consigue con una norma, es una transformación cultural. Lo que falta es inclusión verdadera, y eso no se decreta por ley, se cultiva con convicción. Las leyes son necesarias. Son un primer paso que abre puertas y visibiliza desequilibrios históricos. Sin embargo, cuando se convierten en el único motor, generan resistencia. Obligar sin educar no funciona a largo plazo. Esto no se resuelve solo con cuotas o programas de “compliance”. Se requiere un cambio de mentalidad, una revisión profunda de cómo se toman decisiones, cómo se lidera, cómo se comunica, y cómo se mide el talento.
El verdadero motor del cambio es el liderazgo comprometido y una cultura empresarial que entienda la diversidad como una ventaja competitiva. Equipos diversos toman mejores decisiones, innovan más y conectan mejor con mercados amplios. Por ejemplo, muchas mujeres cuentan con la formación, experiencia y ambición necesarias para liderar. Sin embargo, lo que no siempre se tiene es el acceso, la confianza del sistema y el respaldo estructural. En América Latina, muchas mujeres no llegan a cargos directivos porque en algunos casos no son vistas como “candidatas naturales”, no cuentan con redes de apoyo o mentoría y definitivamente, enfrentan una doble carga: profesional y doméstica, que en muchas ocasiones, se vuelve incluso la razón por la cual, la propia mujer, decide no seguir creciendo profesionalmente.
Los equipos diversos funcionan mejor, se complementan y dan mejores resultados. Un estudio de McKinsey sobre diversidad , nos indica que empresas con mayor diversidad de género en los equipos ejecutivos, tienen un 25% más de probabilidad de obtener una rentabilidad superior al promedio. En el caso de diversidad étnica y cultural, este diferencial de rentabilidad puede llegar al 36%. Harvard y Boston Consulting Group llegan a conclusiones favorables adicionales, como la mejora de la creatividad y un proceso de toma de decisiones más objetivas.
Muchas empresas latinoamericanas han adoptado discursos inclusivos, pero mantienen estructuras y prácticas excluyentes. Sesgos inconscientes en procesos de selección, poca representación femenina o diversa en los niveles de decisión y ambientes hostiles para quienes “no encajan” en el modelo tradicional. Por eso, además de cuotas y programas, se necesita una revisión crítica de los modelos de liderazgo. Y, esto no es sólo para las empresas, es un tema país, muy vinculado a la educación. Sin embargo, debemos tener en cuenta que el impacto positivo no ocurre automáticamente por tener diversidad. Es fundamental que la empresa también fomente una cultura inclusiva que evite el “tokenismo” para aparentar inclusión con prácticas como la de incluir en un consejo directivo a una mujer o una persona de determinada raza sin que esta persona tenga poder real, ni voz significativa en la toma de decisiones. El tokenismo no resuelve la desigualdad estructural, puede generar desgaste emocional en las personas involucradas, además de enviar el mensaje equivocado de que la diversidad es una obligación, no un valor estratégico.
La verdadera inclusión exige más que visibilidad: exige representación, influencia y respeto. Lo que las empresas pueden (y deben) hacer para mejorar y avanzar en esta línea, podría ser:
1. Auditoría cultural interna para identificar barreras invisibles a la diversidad.
2. Capacitación continua buscando sensibilizar sobre sesgos inconscientes y liderazgo inclusivo.
3. Rediseño de procesos desde reclutamiento hasta desarrollo de carrera con perspectiva DEI.
4. Medición con propósito, es decir no solo indicadores de diversidad, también de inclusión y equidad.
5. Promover el diálogo proporcionando espacios seguros para conversaciones incómodas y necesarias.
En conclusión , la diversidad no debe ser tomada como una tendencia, es una realidad estructural. La inclusión no es una política, es una decisión diaria. La equidad , no es un regalo, es una deuda histórica que las instituciones deben saldar si quieren ser relevantes y sostenibles. El cambio es posible, pero no vendrá únicamente desde los escritorios legislativos, ni desde los anuncios corporativos. Llegará cuando las organizaciones decidan transformar su cultura desde adentro, con valentía y coherencia, acompañadas por el marco normativo.